Texto y fotos: Edward Abarca

¿Por qué uno de los mejores poetas peruanos que apareció rutilante a los 17 años con “La casa de cartón”, prologada por Luis Alberto Sánchez y José Carlos Mariátegui en el colofón, genio y figura de la palabra a partir de entonces, convivió con la soledad en manicomios y hospitales y se rehusó a hablar con la prensa? ¿Por qué los pocos periodistas que llegaron a él tuvieron que urdir planes y muchas veces ocultar su profesión? Roberto Ochoa y Delia Sánchez, dos de los pocos reporteros que lograron entrevistarlo, cuentan su experiencia inédita y sus impresiones sobre los dos últimos años de vida de Martín Adán, el poeta de cartón.

el poeta de cartón


Era 1984 y Martín Adán estaba, como de costumbre, con sus lentes de montura y vidrio gruesos, un pijama gastado y un humor criollo en un cuarto común del Hospital Mogrovejo. La habitación era amplia y estaba repleta de camas separadas por inmensas cortinas blancas. En uno de los cubículos, Roberto Ochoa, reportero de políticas en Caretas, hablaba con su nana, a quien había ido a visitar enterado de que dormía al lado del mítico poeta barranquino. Roberto, en realidad, estaba en el Mogrovejo para entrevistar a Martín Adán, pero “Martín Adán odiaba las entrevistas”, recuerda muchos años después. Ese día lo acompañó Víctor Chacón, fotógrafo de la misma revista, con la cámara escondida en un maletín para fiambres. Ambos estaban disfrazados de médicos, con guayaberas blancas y zapatos comprados en el Centro de Lima. Roberto recuerda que vio por un resquicio de la cortina al poeta y se le acercó mientras Víctor, agazapado en la esquina, disparaba a ráfagas el flash de su cámara. Fue una emboscada periodística.

¿Cómo está Don Martín?, soy el doctor Roberto Ochoa. Ah, cómo está doctor, dijo en tono enojado, aquí la atención es una mierda, los médicos no saben nada. Pero yo sé un poema suyo, Don Martín, le dijo Roberto, y comenzó a recitarle un poema de memoria. Ah, carajo, es el único médico que sabe algo de poesía, contestó Martín Adán. Tengo el primer ejemplar de “La casa de cartón”, ¿usted cree que me lo pueda firmar?, pidió Roberto y sacó de su bolsillo una de las primeras versiones del libro que el poeta escribió a los 17 años como un ejercicio de gramática. ¡Cómo no!, exclamó Martín Adan y firmó: “Para el doctor Roberto Ochoa”.

LA ENTREVISTA DE ROBERTO OCHOA NO FUE PUBLICADA POR DECISIÓN EDITORIAL, PERO LA FOTO DE VICTOR CHACÓN APARECIÓ EN 1985, LUEGO DE SU MUERTE, ACOMPAÑANDO UNA ANTIGUA NOTA DE LA REVISTA CARETAS

“Martín Adán decía pestes del hospital y de todo el personal, pero lo que más me sorprendió fue que hablara mal de su gran amigo Mejía Baca (fiel compañero en sus últimas décadas y el principal recopilador de sus versos escritos en cajetillas de cigarro y servilletas del Bar Cordano): ah, ese desgraciado me ha robado, me ha dejado en la calle, decía. Martín Adán estaba en la onda de criticarlo todo. Luego me enteraría que eso era parte de su locura”, cuenta Roberto Ochoa.

En una cortísima entrevista que le hace Carlos Debernardi en 1984, Martín Adán también destila veneno contra amigos muy suyos como José Carlos Mariátegui, a quien define como “¡Dos huevos sobre una silla de ruedas!”. “Martín Adán era muy bromista, no hay que tomar todo lo que dice en serio”, afirma sin embargo Luis Vargas, el principal biógrafo del vate. Roberto Ochoa coincide, y lo evoca como el poeta maldito con mucho sentido del humor: “se mataba de la risa, no recuerdo qué cosas le contaba, pero se carcajeaba”.

La cámara de Víctor Chacón era antigua y hacía mucho ruido. ¡Chrrruuuck!, ¡chrrruuuck! “Creo que Martín Adán no se dio cuenta porque en ese momento no llevaba puesto sus lentes”, dice Roberto. Tenía problemas para ver y dolores de estómago: no quería comer. “La comida aquí, doctor, es una mierda”, le confesó Martín Adán. Siguieron conversando un par de minutos más cuando de un momento a otro apareció la enfermera: ¿Y usted no estaba visitando a la señora del costado?, le preguntó a Roberto Ochoa, mirándolo fijamente. Déjalo al doctor, estamos conversando, reprochó Martín Adán. ¿Usted es doctor?, preguntó la enfermera. Sí, pero no trabajo aquí, respondió Roberto. Por favor, puede venir conmigo un rato, pidió la enfermera en tono amenazante. Lo llevó al pasillo y le gritó: váyase de aquí si no quiere que arme un escándalo. Y que se vaya también el que está tomando fotos.

En abril del 1984, Adán abandonó el Mogrovejo para ir al Hospital Loayza aquejado por problemas renales. “Recuerdo que por esos días salió una foto en El Comercio de Martín huyendo del hospital visiblemente molesto, cubriéndose y evitando a los periodistas”, dice Roberto Ochoa. Martín Adán hablaba poco con los reporteros, salvo por mediación de su amigo Mejía Baca. A través de él, Mario Campos, periodista cultural de La República, logró hacerle otra de las pocas y más profunda entrevista en el hospital Loayza:

“¿Qué es la soledad para usted, Martín?/ Es mi medio habitual, mi medio habitual/ ¿Logró vencerla?/Vivo en ella desde hace muchos años/ ¿Y no se cansó de ella?/ No, no, no, ya a los 75 años no estoy para pensar en cambios profundos”.

Después del Loayza, entró al asilo Canevaro el 30 de abril de 1984. Ahí pasó sus últimos años de vida, junto a un grupo de ancianos que no conoció por preferir la soledad. Muy pocos llegaron a él, aún en sus últimos años de vida, Adán seguía habitando el silencio. Por eso Delia Sánchez, entonces practicante de periodismo y estudiante de literatura en Trujillo, tuvo que ocultar sus intenciones periodísticas para acercársele y recoger su último testimonio:

“Nadie comprende lo que es llevar a cuestas un excéntrico poeta bohemio que pretende exclusivamente paz y soledad y que a la vez tiene dentro de sí a un hombre deseoso de que los demás se percaten de que Rafael de la Fuente es un ser humano tan igual que otro y que gusta de la compañía”, le confesó esa vez un extenuado Martín Adán, cuyo verdadero nombre fue Ramón Rafael de la Fuente Benavides.

Delia recuerda que el poeta siempre estaba con un pijama plomo a rayas en una habitación pequeña, echado sobre una cama blanca al costado de una mesita de noche en la que había algunos textos, una lupa gigante y “El Comercio” del día para mantener contacto con el mundo de afuera.

Don Rafael, mire a quién le he traído, le dijo su enfermera. Le miró sorprendido, no sabía quién era. Quiere conocerlo a usted, es una estudiante de literatura en Trujillo, muy admiradora de su obra. Trujillo le traía muy gratos recuerdos: ahí quedaban San Pedro de Lloc y Pacasmayo, lugares en los que Martín Adán pasó tranquilas vacaciones junto a algunos familiares. Quizás por eso Martín aceptó la visita de Delia: ¡Ah Trujillo!, exclamó, qué gusto, dígale que pase. Delia recuerda que esa primera vez conversaron poco y le pidió permiso para volver a visitarlo. Charló con él seis o siete veces, cada vez de manera más prolongada. “Creo que no le desagradaba mi visita, sino hubiese pedido que me impidieran el ingreso”, dice Delia.

- Don Rafael ¿y por qué usted no está afuera con los demás, celebrando? , le preguntó en una de esas tantas conversaciones que mantuvieron.

Era el día del adulto mayor.

- Mi cuerpo ni mi ánimo responden. No puedo salir. No me gusta la bulla, respondió Martín Adán.

Poco a poco, casi sin notarlo, comenzaron a tener conversaciones más íntimas. El hombre, y no el poeta hermético y huraño, se estaba desnudando, mostrándose afectuoso y gentil ante los ojos de Delia: “Yo conocí a un hombre capaz de sonreír con facilidad. Capaz de interactuar y compartir momentos, contrario a la imagen que se tenía de él en la prensa: que era tosco, hasta podía decirse desagradable. Comprobé que antes que poeta, Martín Adán era un ser humano que necesitaba cariño. Recuerdo que fui a verlo el día de su cumpleaños; yo no lo sabía, pero él me lo dijo, así que fui a comprar un pan dulce, se lo traje, le puse unas velas encima y junto a las enfermeras le cantamos el cumpleaños. Fue el hombre más feliz del mundo”.  

Celebrando el último  cumpleaños del poeta en su cuarto del asilo canevaro

El asilo se convirtió en la morada de añoranzas del poeta. Rafael tenía muy presente a su madre y a su tía, las recordaba con mucho cariño y tristeza. Pero su voz era más triste cuando recordaba a César, su hermano menor, quien falleció de escarlatina cuando era niño. “Parece que habían tenido una muy buena comunicación. Él me transmitía mucho dolor cuando hablaba de su hermano”, cuenta Delia. Se dice, incluso, que su misterioso e incompleto poema Aloysius Acker, está inspirado en César. Sea como fuere, Martín Adán le confesó en ese momento a Delia una parte de su tragedia: “Mi hermano tenía una mente prodigiosa. Sólo me acompañó nueve años y lo necesité toda una vida”.

La otra parte de su tragedia se resume quizás en un fragmento de la entrevista que Delia publicó en La República. Ella le prometió, luego de confesarle que era periodista, que solo haría públicos los diálogos cuando él falleciera. Y así fue: A Martín Adán pueden escudriñarlo cuanto quieran a través de sus obras. A Rafael de la Fuente, ¡no!... le hacen daño, le dijo el poeta en una de esas largas conversaciones ¿Quiénes le hacen daño?, preguntó Delia Sánchez. Mis experiencias con los periodistas no han sido muy agradables. Sus fantasías han sido más grandes que las mías y lastiman a seres que sufren y piensan, finalizó.

Martín Adán o Rafael de la Fuente Benavides sufrió hasta el 29 de enero de 1985. Casi muriendo el día, exhaló en un frío cuarto del Hospital Loayza su aliento final, que era como su último verso de anacoreta, siempre en la soledad y acaso en una locura que inventó para alejarse de todo.